Datos del documento
- Original, título
- Orlando furioso (XVI 1-2; XXVIII (resumen))
- Original, fechas
- 1ª edición: 1532 (ed. definitiva en 46 cantos).
- Lugar de publicación
- Madrid
- Fechas
- 1904 [edición]; 1840-1842 ca. [traducción]
- Edicion
- 1ª ed. del Epsiodio de Giocondo; 2ª del Fragmento del c. XVI
- ISBD
- Traducción de un fragmento del “Orlando de Ariosto (canto XVI) ; El cuento que al rey de Argel contó un mesonero de Francia : octavas imitando las de Ariosto / [trad. de] José Somoza. En: Obras en prosa y verso de D. José Somoza : con notas apéndices y un estudio preliminar / por José R. Lomba y Pedraja. — Madrid : Imprenta de la revista de archivos y museos, 1904 . — LVII, 454 p. ; 23 cm. — , p. 257-266.
- Verificada
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- Descripción del contenido
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- Texto: (256-257): inc. «Graves y muchas son de amor las penas», expl. «Fuerza es, con todo, que la busque y ame» || (257-266): inc. «Bellas damas y nobles caballeros...», expl. «...no hubiera á este señor callar mandado.».
- Texto (parte): (256-257): inc. «Graves y muchas son de amor las penas», expl. «Fuerza es, con todo, que la busque y ame» || (257-266): inc. «Bellas damas y nobles caballeros...», expl. «...no hubiera á este señor callar mandado.».
- Ejemplares
-
- BCSIC
- BUCastilla La Mancha
- BUPComillas
- BUNavarra
- Observaciones
El fragmentoi correspondiente al episodio de Giocondo (canto XVIII de Ariosto) alterna versos traducidos, resúmenes y reelaboraciones personales.
Traductor
Somoza y Llanos, José 1781 - 1852
Fue bibliotecario y académico de la Academia de Bellas Artes de Granada. Escribió numerosos libros de texto para la enseñanza superior: Curso completo de filosofía (3 vols., 1845-46), Filosofía: curso completo de Lógica, Matemáticas, Gramática general, Física experimental (1846), Aritmética completa (1848), Elementos de moral (1848), Elementos de religión (1848), Programa de lecciones para el estudio de la Metafísica (1867). Sus escritos literarios fueron dados a la luz póstumamente por José R. Lomba y Pedraja.
Autor
Ariosto, Ludovico 1474 - 1533
Otros responsables
Textos
Fragmento del Canto XVI
TRADUCCIÓN DE UN FRAGMENTO DEL "ORLANDO" DE ARIOSTO (CANTO XVI)
Graves y muchas son de amor las penas,
de las cuales probé la mayor parte,
y á mi costa lecciones harto buenas
que aprendí, puedo dar como de un arte;
de ellas, por tanto, están mis trovas llenas,
sin que de la verdad nunca me aparte,
que si un mal grave juzgo, otro ligero,
cuenten con que mi juicio es verdadero.
Digo y dije, y diré mientras viviere
que quien se mira en digno lazo preso,
aunque el rigor de la esquivez sufriere,
aunque le abrume del desdén el peso,
aunque su bien el tiempo detuviere,
aunque el mal se prolongue con exceso,
con tal de que el objeto lo merezca,
llorar no debe, aunque de amor perezca.
Llore el que vive encadenado y siervo
de halagüeño mirar ó gentileza,
en que se oculta un corazón protervo,
á perfidia inclinado y á vileza.
Huyera en vano, y cual herido ciervo,
aumenta de su llaga la crudeza,
y de sí y de su amor avergonzado,
ni osa quejarse, ni sanar le es dado.
Esto al joven Grifón le sucedía,
su error, sin enmendarse de él, miraba,
el vil é inícuo proceder veía
de Oricilia sin fe, que le burlaba;
pero su amor á su razón vencía,
el apetito al juicio dominaba.
Su dama es criminal, pérfida, infame;
fuerza es, con todo, que la busque y ame.
Episodio de Giocondo
EL CUENTO QUE AL REY DE ARGEL CONTÓ UN MESONERO DE FRANCIA
OCTAVAS IMITANDO LAS DE ARIOSTO
Bellas damas y nobles caballeros
que á las damas amáis, por gracia os pido
que no á calumniadores ni embusteros
contra el honor del sexo deis oído.
Nunca en la lengua vil de hombres groseros
vuestro decoro respetado ha sido,
que el ignorante vulgo habla y se ofende
y murmura de aquello que no entiende.
Pase en blanco este cuento el que quisiere
y el que tenga en leerle complacencia
hágalo, mas no crédito le diere;
que yo, si beneplácito y licencia
el auditorio darme á bien tuviere,
diré de qué manera en la presencia
del incógnito moro caballero
dió principio á su cuento el hostelero.
Astolfo, que fué rey de Lombardía
luego que entró su hermano en un convento,
era de tal belleza y gallardía
cual no hay ejemplo ni encarecimiento;
ni á pintarle más bello acertaría
el pincel del pintor de más talento.
Mucha, en efecto, su hermosura fuera,
pero su presunción aún mayor era.
Entre los cortesanos, muy honrado
estaba por el Rey un gentilhombre
que en Roma fué nacido y educado
y Fausto de Latini era su nombre.
A este tal fuele un día preguntado
por el Rey, si creía hubiese un hombre
que superior le fuese en la belleza;
Fausto que sí le dijo con franqueza.
Pero el Rey, imposible suponiendo
cosa tal, exigió que le dijese
quién era hombre tan bello, y añadiendo
le presentase si posible fuese.
A lo cual Fausto respondió diciendo:
que era su hermano, y que si el Rey le viese,
se diera por vencido, mas tenia
por cierto que á la corte no vendría.
Insistió el Rey en que á buscarle fuera
y Fausto partió á Roma. Allí habitaba
Yocondo, que éste el nombre del tal era;
recién casado en Roma el tal se hallaba,
y como enamorado aún estuviera
de su mujer, por esto sospechaba
su hermano Fausto no poder sacarle
de casa, ni en la corte presentarle.
En efecto, le fué dificultoso
reducirle, y lo fué más todavía
obtener de la esposa el doloroso
consentimiento; al fin se fijó el día
de la marcha; mas antes fué forzoso
jurar que ausencia tal no durarla
sino dos meses, plazo indispensable
y á juicio de ella y de él, interminable.
Del cuello se quitó la triste esposa
una preciosa cruz, que un peregrino
trajo, y era reliquia milagrosa,
la cual para memoria en el camino
dió al esposo, abrazándole llorosa
y lamentando su fatal destino.
Tal fué su último adiós, tal su despecho
la última noche y en el nupcial lecho.
Partió Yocondo al despuntar el día;
pero á la media legua de jornada
ve con asombro que olvidado había
la cruz dichosa por la esposa dada,
que la noche anterior, mientras dormía.
puesto hubiera debajo de la almohada
y teme que á desprecio atribuido
será por su mujer este descuido.
Vuelto, pues, á su hermano de repente,
no me esperes, le dice, ve adelante;
volver á Roma indispensablemente
necesito, es asunto interesante
que no puede evacuarse por agente,
pero seré contigo en un instante.
Dijo, y parte á galope, llega á casa,
se apea, sube y á su cuarto pasa.
A su esposa en su lecho ve dormida
y dormido un mancebo ve á su lado,
persona de Yocondo conocida
para afrenta mayor, que era un criado.
Pensó en quitarles á los dos la vida;
mas teníale amor en tal estado
que porque la mujer no se asustase,
calla, les echa la cortina y vase.
Volvió á juntarse con su hermano en breve
mas él y los criados conocieron
que algún pesar el ánimo conmueve
de Yocondo, tan pálido lo vieron.
Mas nadie á preguntárselo se atreve.
Ser penas amorosas supusieron;
mas cuál fuese la pena y de qué clase
no era fácil que nadie adivinase.
Yocondo taciturno y cejijunto
camina; el apetito huye y el sueño.
De cabilar no ceja ora ni punto,
por mas que en conseguirlo forma empeño;
y cuanto da más vueltas al asunto
más es su palidez, más es su ceño;
más cada día enferma y enflaquece,
que ya el bello Yocondo no parece.
Los halagüeños ojos se han hundido,
la perfecta naríz se ha prolongado;
su morbidez y formas han perdido
las facciones del rostro descarnado,
y su hermano, que al Rey ha prometido
el joven en beldad más consumado,
una figura ofrecerá que aún sea
entre las de la corte la mas fea.
Al Rey previno anticipadamente
Fausto del triste estado y la dolencia
en que Yocondo desgraciadamente
se hallaba, y la real munificencia
determinó, en obsequio del doliente,
que haciéndosele honor y reverencia
en su propio palacio le alojasen
y como á su persona le tratasen.
El Rey en su salud se interesaba,
porque á su insinuación venido hubiera
y más cuando el disgusto no le daba
de ver que en hermosura le excediera.
Y tanto más afecto le cobraba
cuanto mejor sus prendas conociera;
pero todo el favor de la privanza
ni á divertirle ni á curarle alcanza.
Entregado á mortal melancolía,
y en un rincón oscuro de su estancia
retirado las horas que podía,
lloraba su desdicha y malandanza
hasta que el tiempo y el acaso un día,
por la más impensada extravagancia
lograron disipar ¡quien lo creyera!
el mal que ya incurable pareciera.
Vió en el muro del cuarto una hendidura
que al gabinete de la Reina daba
y por allí la real sacra hermosura,
que abrazada con un enano estaba;
y vió que la ridícula figura
que con su majestad alli luchaba,
tanta destreza en el luchar tenía
que á la Reina debajo puesto había.
Quedó Yocondo atónito y pasmado
creyendo ser un sueño lo que viera;
pero de ser verdad asegurado
para consigo mismo así dijera:
¿es posible que á un monstruo haya entregado
su afecto la que augusta esposa fuera
del Rey de más poder, de más belleza
y de más discreción? ¡ay que rareza!
Hallaba, comparando y discurriendo,
el error de su esposa disculpable,
por ser éste, según estaba viendo,
fragilidad del sexo irremediable,
y pues con solo un hombre estar viviendo
á ninguna mujer le fuera dable,
la mujer suya, en fin, si le ofendía,
con un jimio la ofensa no le hacía.
Consiguió de este modo consolarse;
transformó en risa el llanto, el ceño en gozo;
llegó á restablecerse y hermosearse;
más agraciado fué, fué mejor mozo
y el Rey que no acababa de admirarse,
saber quiso la causa; él sin rebozo
se la dice, habiendo antes exigido
jurar no darse el Rey por entendido.
Más, ¿qué debo de hacer? ¿qué me aconsejas?
dijo el Rey á Yocondo suspirando;
ya que tomar venganza no me dejas.
Señor, le dijo el tal: que abandonando
nuestras malas mujeres, sin más quejas
vayamos á ver mundo, y que probando
las agenas, desquite nos den otros
de lo que ellas han hecho con nosotros.
Pareció bien al Rey el pensamiento
y enseguida por obra le pusieron,
de las demás logrando acogimiento
por cuantas tierras y regiones fueron.
Eran mozos y hermosos, y sin cuento
buenas fortunas á cual más tuvieron,
á sus ruegos las más no se negaban
y hubo muchas también que les rogaban.
El Rey, en fin, de enamorar cansado,
á Yocondo propuso otro proyecto.
Sobradamente, dijo, hemos probado
lo que son las mujeres en efecto;
más cómodo será, más acertado,
poner los dos en una nuestro afecto
pues ninguna con uno se contenta,
ser socios uno de otro es mejor cuenta.
Una, sin que las fuerzas apuremos,
cuando lo tenga á bien naturaleza
en buena paz y unión los dos gocemos
y pues vemos del sexo la flaqueza,
sus infidelidades evitemos,
su volubilidad, su ligereza,
que tal vez las mujeres fieles fueran
si en lugar de un marido, dos tuvieran.
De Yocondo el partido fué aceptado,
y hallándose en España, y en Valencia
pudieron realizar lo proyectado
con toda brevedad y conveniencia.
El objeto á sus miras adecuado
fué una muchacha de gentil presencia
de poca edad y en humildad criada
hija del huésped que les dió posada.
Que el padre la cediese consiguieron
mediante algún dinero que le dieran;
de allí luego con ella se partieron
y á caminar por toda España fueran,
pues detenidamente ver quisieron
las ciudades que más lo merecieran
y el día que su marcha comenzaron
desde Valencia á Játiva llegaron.
A una posada fueron á apearse
y cuando un rato hubieron descansado,
salieron por el pueblo á pasearse
los dos, habiendo en el mesón dejado
la muchacha, que en él quiso quedarse.
Conocido la había ya un criado
que al padre de ella habiendo antes servido
galan suyo antes fué y favorecido.
Preguntóla el por qué y con quién venía
y ella al punto del caso le dió cuenta,
¡Ay de mí! dijo el mozo, que creía
que de mi estado y de mi amor contenta
hubieras con el tiempo de ser mía!
De mesón en mesón, de venta en venta,
serví para ganar con que pudiese
casarme y á tu padre te pidiese.
A tal reconvención, ella que es tarde
le responde, los hombros encogiendo,
y que no es culpa suya que él aguarde
á solicitar hoy, tiempo no siendo.
Tiempo es de que palabra y fe se guarde,
replica el mozo, lágrimas vertiendo,
y si amor y piedad de mí tuvieras
aún era tiempo que feliz me hicieras.
La imposibilidad é inconvenientes
intenta ella mostrarle y que observada
estaba todo el día entre sirvientes,
de noche entre dos amos acostada;
más él, á estas razones convincentes
la llama ingrata, cruel y desalmada,
y la cuitada, en fin, palabra dando,
por compasión le indica el cómo y cuando.
Media noche era ya (y era verano)
cuando en un lecho habiéndose acostado
el favorito ya y el soberano
en medio á la muchacha han colocado;
y ánimo haciendo de partir temprano,
la luz para dormir han apagado.
El momento aplazado entonces era
para que el mozo á ser feliz viniera.
Viene y la puerta impele blandamente;
entra, y con ambas manos tanteando,
camina por la estancia lentamente,
con prolongados pasos asentando
las plantas de los pies únicamente
y el extremo del lecho al fin hallando,
por entre los dos pies va de su amante
trepando, asido de ella, hacia adelante.
Cuando á su gusto colocado estuvo,
bien el Rey y Yocondo le sintieron;
mas ni el uno ni el otro duda tuvo
que el compañero fuese y se encogieron
y silencio por parte de ambos hubo
y ambos del otro lado se volvieron,
pues ni aun por el espacio se infería
que un cuarto huésped en la cama había.
Hasta el amanecer duró la fiesta
y el mozo se volvió por donde vino.
El Rey, que jamás noche igual á esta
tenido hubiera, así le reconvino
á Yocondo, con fisga manifiesta:
hermano, andado habéis mucho camino;
pensad en descansar de la jornada
más bien que en que hoy dejemos la posada.
Vos me decís lo que á deciros iba,
le responde Yocondo incomodado;
si el ser vuestro vasallo así me priva
del derecho á la ley que habéis jurado,
ley en que nuestro mutuo pacto estriba,
bien pudiérais habérmelo avisado
diciéndome: esta noche, compañero,
yo sólo festejar la mujer quiero.
Picado el Rey de tales expresiones,
replica en tono no menos vehemente;
en fin, que de razones en razones
y á punto de romper abiertamente,
dijo el Rey: evitemos desazones
y diga ella quién fué sinceramente,
y ella, que juzgó el fallo averiguado,
humildemente confesó el pecado.
Uno y otro á la cara se miraron,
labios frunciendo y cejas arqueando,
de la astuta invención se santiguaron;
después entrambos á la vez soltando
carcajadas de risa, se tiraron
en el lecho, el aliento no alcanzando
y sin cerrar la boca se estuvieron
hasta que los hijares les dolieron.
Con este desengaño convencidos,
seguir en su designio no quisieron,
conformes con la suerte de maridos,
á buscar sus mujeres se volvieron;
de ser todas iguales persuadidos,
la buena valenciana despidieron,
y antes honradamente fué dotada
y con el mozo del mesón casada.
Así dió fin el huésped á su cuento,
pero un señor de edad que le escuchaba,
con gravedad le desmintió al momento,
y añadió, que según él opinaba,
no hay de infidelidad un hombre exento,
y en el hombre mayor delito hallaba,
pues rara vez el hombre era rogado,
como son las mujeres, ni apremiado.
Y que una ley hiciera si mandara
para que á la mujer que adulterase
únicamente se la castigara
si al marido adulterio no probase,
y que no infamia en ella resultara
de lo que en él por chiste se alabase;
dijera más si el moro, ya cansado,
no hubiera á este señor callar mandado.