Datos del documento
- Original, título
- Dei delitti e delle pene
- Original, fechas
- 1ª edición: 1764.
- Lugar de publicación
- Madrid
- Editor/Impresor
- Sociedad General Española de Librería (editor)
- Fechas
- 1935 [edición]
- Edicion
- 1ª ed.
- ISBD
- Delitos y penas / Beccaria. — Madrid : Sociedad General Española de Librería, 1935. — 128 p. ; 15 cm. — (Biblioteca económica filosófica ; 89)
- Fuente
- Consulta en microfilm
- Verificada
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- Descripción del contenido
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- Portada: «BIBLIOTECA ECONOMICA FILOSOFICA | VOLUMEN LXXXIX | BECCARIA | DELITOS Y PENAS | Acordaos de los que estan privados de | libertad, como si estuviérais en prisión con | ellos. | SAN PABLO. | MADRID | SOCIEDAD ESPAÑOLA DE lIBRERÍA | Calle de Valencia, 28».
- Preliminares del editor o del traductor: «PROLOGO» (5-15): inc. «En la enorme transformación del pensamiento humano...», expl. «...llorar demasiado a las madres. | ANTONIO ZOZAYA.» || «PROLOGO DEL AUTOR» (17-21): inc. «Doce siglos han transcurrido desde que un príncipe...», expl. «...de la verdad que un autor que desea defenderse.»
- Texto: (23-128): «TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS | PENAS», inc. «Introduccion. | Abandonar el cuidado de regular las cosas más importantes a la resolución del momento...», expl. «...y lo menos riguroso posible en las circunstancias dadas. FIN».
- Colofón: (128) «TERMINOSE DE IMPRIMIR ESTE | LIBRO EL DIA 26 DE DICIEM- | BRE 1935. EN LOS TALLE-| RES GRAFICOS “MARSIEGA”| DE MADRID. MENÉNDEZ PE-| LAYO, Nº 12.». --
- Ejemplares
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- BNM: 3/104739*
- BUOviedo
- BUV
- Red de Bibliotecas Públicas de Asturias: Bibliog. Asturiana. Fondos Asturianos, Cla 771(3)
- Observaciones
Esta traducción, publicada inmediatamente antes de la guerra civil, tiene un valor histórico añadido al de basarse en la última edición del texto revisada por Beccaria.
Traductor
Zozaya, Antonio 1859 - 1943
Ensayista, dramaturgo, poeta e influyente publicista de ideas republicanas (escribió asiduamente para "El Liberal" y luego en "La Libertad”). Presidió la Juventud Estudiantil Republicana de Madrid y más tarde el Patronato de la Biblioteca Nacional. Tradujo obras de numerosos pensadores y filósofos, añadiendo a menudo introducción y notas: Epicteto, Aristóteles, Platón, Cicerón, Kant, Descartes, Fénelon, Leibniz, Diderot, Rousseau, Schelling, Stuart Mill, Condillac, Malebranche, Benjamin Constant, Spencer, Hartmann, Schopenhauer, y, en colaboración, Spinoza. Dentro de su producción propia cabe citar: Miscelánea literaria (1893), La contradicción política (1894); Cuando los hijos lloran: boceto de comedia dramática en un acto (1906); Misterio: tríptico campesino (1912); La guerra de las ideas: la filosofía, el derecho, la moral, la historia, la estética, la sociología (1915); Cuentos y escenas que no son de amores (1918), La patria ciega: Estudios de Derecho Público Popular (1918) y, por último, el Discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas: “Libertad e individualismo” (1935). Valdrá la pena reproducir un alegato suyo sobre la libertad de prensa, publicado en el periódico “Nuestra lucha” en 1939: “Alegan los partidarios de la censura que es injusto que los enemigos de la República se enriquezcan con el dinero de los republicanos y que, de un modo u otro no dejan de decir algo en sus obras contrario a nuestros ideales. Vale más, agregan, que no haya teatro que no que subsista el de una clase social y que sirva de arma para combatir las justas aspiraciones del pueblo. [...] Roberto Valdés propone una solución que me parece acertadísima, para ayudar a lo cual escribo este artículo. "Represéntense -dice- las obras de autores fascistas, si tienen méritos para ello y no atacan al régimen; pero los derechos de autor que ingresen en la Caja de Reparaciones"". Poco después se vio obligado a partir para el exilio.
Otras traducciones
Autor
Beccaria, Cesare 1738 - 1794
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Textos
Prólogo del traductor
PROLOGO
En la enorme transformación del pensamiento humano realizada a fines del siglo XVIII, la Enciclopedia fué la razón y Beccaria la sentimentalidad. Montesquieu, D'Alembert [sic], Diderot fueron verdaderos filósosfos y procuraron emancipar al hombre de las falsas ideas abstractas. Beccaria, tan amante de Helvetius, como de Voltaire, no entró a escudriñar los grandes problemas del conocimiento ni de la Metafísica en general; se limitó a pedir para los presos justicia y para los culpables misericordia. Sin embargo no dejó de sentir, dentro de su vestidura de abate, la influencia de Juan Jacobo y de protestar, en el fondo de su alma, no ya de la ignorancia y brutalidad de los jueces, sino del atraso de los encargados de la cura de almas. Así, consignó en su libro esta afirmación categórica: (Cap. XVIII) "Todavía no ha llegado la época afortunada en que los ojos fascinados de las naciones se abrirán a la luz y en que las verdades reveladas no serán las únicas que alumbrarán al género humano".
En cuanto al concepto de la Moral fué perspicaz al decir: "Así (por las pasiones y el fanatismo) han nacido las nociones obscuras del honor y de la virtud; obscuras porque cambian con el tiempo, que hace sobrevivir los nombres a las [6] cosas y que varían, como los ríos y las montañas, que separan a los Estados y hacen a la Moral susceptible de recibir l
imites geográficos, como los imperios (Cap. VI). Y, más adelante (Capítulo IX), "para ser felices y hallarse tranquilos, no tienen necesidad los hombres de tantos lazos opresores y de un aparato tan enorme de Moral".
En el libro de Beccaria se halla, asimismo, el sentimiento de la contradicción, que suele existir entre la moral del Estado y la de los individuos, anticipándose en esto a Schaefle cuando escribió (Estrustura y vida del cuerpo social, Liv. V. capítulo III, 7) que "el conflicto entre la Moral pública y la privada únicamente existe cuando el Estado pretende cerrar los ojos a ésta y cuando ésta pretende cegar a aquélla".
Como más tarade los modernos criminalistas y nuestro Dorado Montero, Beccaria comprendió que la mayor parte de las veces, los delitos son culpa, no solamente de quien los comete, sino de la sociedad en que vive. "El robo -dice (capítulo XXII), suele ser resultado de la miseria y de la desesperación y noes cometido apenas más que por seresinfortunados a quienes el derecho terrible, y que acaso no es necesario, de propiedad, no les ha dejado otro bien que la existencia.".
Cuando un escritor sereno y bien documentado, D. Julián de Zugasti, escribió su famoso libro "El bandolerismo", cuidó muy bien de hacer constar en él que el bandolerismo no se caracetriza por el mayor o menor número de bandoleros que infestan un país, sino que debe darse a este vocablo un sentido de vicio social, originado por causas permanentes como la kiseria y la protitución, a ella consiguiente.
La decadencia del bandolerismo en España coincidió con el advenimiento de los tiempos de libertad. Se soñaba, por vez primera, en las aldeas y en los predios rústicos con un ideal de [7] justicia, y con razón o sin ella, se esperó que los gobernantes, inspirados en principios de humanidad, realizaran la obra que desdeñaron sus antecesores. Ello es que el bandolerismod esapareció, como desaparece siempre, bajo los regímenes democráticos, justificando esta afirmación de Holtzendorff: "La Historia nos eneseña que la corrupción moral de los ciudadanos marcha al par que la decadencia política del Estado, y que es una consecuencia ineludible de la política que prescinde de los principios morales y que se inspira únicamente en el interés personal de los gobernantes" (Política, Lib. II, Cap. VI) Y más adelante, el tratadista alemán añade que "muchos de los medios moralmente censurables empleados por la moderna Policía criminal, responden a la creencia en un supuesto estado de guerra entre la sociedad y los malhechores y en la afirmación errónea de que no sería posible reprimir de otro modo los crímenes en casos peligrosos."
La libertad, es cuanto, régimen de justicia social, es el medio más seguro de acabar con el bandolerismo. Lo que consiguió Fernando VII, al ir a Sierra Morena a parlamentar con José María, lo alcanzó la revolución de septiembe. Lo que no lograron en Calabria los "carabinieri" ni los "bersaglieri" para extinguir el bandolerismo bajo los Casertas, lo hizo con sus estrofas inspiradas, el encendido himno de Garibaldi.
No basta el castigo. Nunca hay mayor número de presos en las cárceles que en los tiempos de represión despótica, y nunca se cometen mayor número de delitos contra la propiedad y contra la vida. ¿Es que se debe dejar tales crímenes abominables impunes? No; pero hay que tener muy en cuenta que allí donde sistemáticamente se declara la guerra al trabajador, se le rebajan los jornales, se le despide a la menor protesta, se le cierran todas las puertas y se le [8] convence de que se está mejor en la c´racel que en el hogar sin pan y sin lumbre, los desesperados que no tienen una base de cultura capaz de dominar sus instintos, acaban por delinquir. "De perdido, al río", a ese río turbulento y cenagoso de la delincuencia. No basta castigar; hay que dar ejemplo; es necesario abrir camino a la virtud. Los estados hoy no piensan, en todo el planeta, sino en multiplicar sus exacciones, en encarecer sus alimentos, en oprimir a los desvalidos, en favorecer a los grandes capitalistas y en penar duramente las protestas de los menesterosos. Y los menesterosos se acuerdan de los caballistas andaluces y, no puediendo imitarlos en sus viejas andanzas, porque la vida hace imposible la resistencia en despoblado, se lanzan temerariamente a los asaltos en la ciudad. Hacen mal; merecen castigo; pero no se trata de vengar a la sociedad ultrajada, sino de prevenir la delincuencia y de atajar esa ola de maldad homicida, que reconoce varias causas, pero la principal de las cuales tiene un nombre: se llama desesperación o simple escepticismo.
Robert Seidel (Respeto al contrato de trabajo) escribió con acierto: "La participación en la vida política despierta y desarrolla el sentimiento de los derechos y de los deberes cívicos." "En vez de lamentarse de como emplean su tiempo y sus derechos los obreros, cuando alcanzan las ocho horas de jornada y libertad política, se haría bien en pregutarse cómo las clases acomodadas emplean los suyos". Hay que ser inflexible con los delincuentes; pero es necesario también que los atracadores no puedan hallar jamás disculpa a su conducta criminal en la injusticia de los gobiernos ni en la mala adquisición de la fortuna de los atracados.
Desconociendo estas verdades se ha querido hacer del Derecho penal una ciencia hermética, basada sobre rincipios apriorísticos, bien leja- [9] nos de la realidad. Contra esto protesta Beccaria. "Felices -escribió las naciones en donde las leyes no son una Ciencia."
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Si Beccaria en Derecho penal no fué un Mesías, fué seguramente, un precursor. Su concepto de la pena es el único racional y el que hoy se tiene de ella en todas las naciones verdaderamente civilizadas. "Inflingir una pena -consignó (capítulo III) a un miembro de la sociedad, no puede hacerse si no ha sido fijada anteriormente por la Ley. Ello sería, en efecto, añadir un castigo nuevo al que ya ha sido determinado, lo cual ni el celo, ni el pretexto del bien público pueden autorizar." "El fin de las penas no es atormentar, ni afligir a un ser sensible, ni impedir que sus crímenes ya cometidos no lo sean efectivamente. Esta crueldad inútil, funesto instrumento del furor y del fanatismo o de la debilidad de los tiranos ¿podrá ser adoptada por un cuerpo político, que lejos de obrar por pasión, no debe proponerse otro objeto que el de impedir el exceso de la de los hombres?
Después de Beccaria todas las viejas teorías penales van siendo sustituídas por otras en el Universo científico. La pena primeramente fué venganza y la ley del Talión fundó en este sentimiento grosero y primitivo la reparación del daño causado. Ojo por ojo, diente por diente, crimen por crimen, barbarie por barbarie. Más tarde, este sentimiento individualista del rencor y de la iracundia satisfecha comenzó a ser reeemplazado por la idea de un Derecho que era necesario restablecer. Ya se pensó en escarmentar y no en vengar. Era necesario hacer que los [10] criminales tuviesen miedo para que no delinquiesen. Se llevaba a los niños a presenciar las ejecuciones de pena capital y se les azotaba, hasta hacerles llorar, para que el recuerdo de su dolor se asociase al del castigo impuesto al crimen; pero se dejaba en pie el supuesto derecho de la sociedad a disponer de la vida de sus miembros. El concepto de autoridad era demasiado abstracto y riguroso para que se detuviese en las gradas del patíbulo. La pena era expiación y castigo. Y todavía lo sigue siendo en la mayoría de los Códigos, incluso en el nuestro de 1870 y en el vigente, en los cuales se establecen atenuantes y agravantes y se atiende a la intención del agente del delito. Se pregunta lo que quiso hacer, para que la pena corresponda a la infracción legal; por que es la expiación, que debe ser graduada en función de las determinaciones de un libre albedrío. Tra esta concepción penal vino, con Roeder y sus sucesores, y con Dorado Montero en España, la teoría de la corrección y enmienda. El culpable, según esta nueva ideación jurídica, "tiene derecho a la pena", que no es venganza, ni castigo, ni expiación, sino enseñanza y protección social. Ya la pena de muerte es incompatible con esta teoría. ¡Lástima que se haya demostrado que hay criminales natos incorregibles y que las enseñanzas son estériles para los cerebros de los locos, de los imbéciles y de los degenerados! Todo ello ha dado origen a la teoría, más racional, de la defensa social. La sociedad carece, como todo hombre, del derecho de vengarse y del de castigar; pero tiene el deber de defendersey se defiende. En su período antropológico empírico (Lombroso, Ferri, etc.), esta teoría volvió a defender la pena de muerte; pero hoy ya se ha demostrado que la sociedad no se defiende castigando; porque el castigo nunca es ejemplar, sino previniendo el delito y educando a los hombres, para que cada [11] día las ideas fuerzas sean más poderosas en la determinación de sus actos y un factor más decisivo en sus voliciones. Nada de matar; mucho de educar. Tal es la fórmula que parece más humana, y más apropiada a la defensa de los intereses comunes.
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Era Beccaria, como he dicho, un sentimental que a los sesenta y tres años (1) ación en Milán el 15 de marzo de 1738 y murió, en la misma ciudad, el 28 de noviembre de 1794] se juzgaba incapaz, como a los treinta, de vivir separado de su familia y, sobre todo, de su esposa, a la cual dedicaba los versos más apasionados. Corazóntierno, no podía menos de horrorizarse ante la aborrecible pena de muerte y a él corresponde el honor de haber sido el primero en expresar públicamente su condenación de la bárbara pena, cuando estaba consagrada por la tradición y establecida en todos los países. Ello le valió los plácenes y cariñosas distinciones de Hume, del Barón de Holbach y de los enciclopedistas, al mismo tiempo que los de Catalina de Rusia; pero también el odio de muchos de sus contemporáneos, que lo acusaron de irreligiosidad y de rebeldía a las leyes. Mas Beccaria no tuvo por que arrepentirse de su reprobación de la pena de muerte, como se arrepintió de haber pedido trabajos forzados para los comerciantes en bancarrota, declarándolo así en la última edición de su libro (que es la presente). Este solo merecimiento es bastante para que el nombre de Beccaria sea citado con veneración cuantas veces sean planteados los problemas más fundamentales del Derecho penal.
[12] La pena de muerte repugna a todos los pechos honrados. Ocuparía varios volúmenes la recopilación de los argumentos irrebatibles contra ella aducidos. Bastaría, para reprobarla, el recuerdo de los inocentes sacrificados por esta sanción irremediable, desde Lesurques hasta los hermanos Marina, desde 'Il povero formaro de Venecia' [sic] hasta otros innumerables, que no es preciso recordar. Un novelista popular pidió que comenzasen a abolir la odiosa pena los asesinos; pero el Estado no debe imitar a los asesinos ni esperar sus lecciones de humanidad. No son los homicidas, sino los jurisconsultos y hombres de ciencia y de virtud y también los Estados, los que tienen que hacer justicia y dar lecciones de humanidad. Si el asesino mata, el Estado no tiene por ello que ser tan salvaje como él.
Los argumentos de Beccaria mercen ser estudiados con toda atención, por ser definitivos y contundentes. Aunque la triste experiencia de los despotismos actuales nos desconsuelan, la conciencia nos dice que ya no deben volver los tiempos en que el Zar Nicolás arrancaba los niños de seis a doce años a sus madres para cargar carros con destino a Siberia y en que las desesperadas progenitoras se arrojaban bajo las ruedas o mataban ellas mismas a sus pequeñuelos, para que no fueran asesinados lejos de sus regazos. Ya no se puede pensar en noches de San Bartolomé, ni en autos de fe, ni en plazas de la Revolución. Las sociedades se humanizan. Hubiera de fracasar tan generoso intento, y los enemigos de la pena de muerte habrían arrojado sobre las tinieblas sangrientas de la Historia un deslumbrador y divino rayo de luz.
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Después de fulminar contra la bárbara y sal-[13] vaje pena de muerte, ¿cómo no iba Beccaria a condenar con indignación el tormento, Todavía subsistente, como el asesinato llamado legal sin proceso ¡qué vergüenza! en naciones que se llaman civilizadas! -"El delito -dijo está probado o no. Si lo está, no hay necesidad de otra pena que la que la Ley señala y la confesión del culpable, no siendo necesaria, hace completamente inútil el tormento. Y, si no lo está, es horrible atormentar a quien la Ley tiene que acabar por reconocer inocente." (Cap. XVI). Y más adelante: Los países y los tiempos en que estuvieron en uso los más bárbaros suplicios fueron siempre deshonrados por las más monstruosas atrocidades. El mismo espíritu de ferocidad que dictaba leyes de sangre al legislador ponía el puñal en manos del asesino y del parricida."
"Los considerandos criminales a los ojos de la Ley -escribió el gran jurisconsulto D. pedro Dorado ontero (Nuevos derroteros penales VI), no son de otra naturaleza, ni deben ser de peor condición que los demás y, si la delincuencia honrada, en que constantemente incurrimos todos, tiene causas justificativas, lo mismo hay que decir de la gran delincuencia."
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Clarividente se mostró Beccaria en lo que respecta al sistema penal y al régimen de las prisiones. Parece escucharse la voz piadosa de doña Concepción Arenal, (El visitador del preso). Protesta Beccaria que las prisiones sean más un suplicio que un medio de tener seguro a un ciudadano sospechoso (Cap. XXIX). Y tenía razón sobrada. El delinquente será más o menos responsable de sus actos; a la sociedad corresponderá mayor o menos responsabilidad en la comisión de los delitos; la pena será castigo, co- [14] rrección y enmienda o simple defensa, como imponen el sentido común y la ciencia experimental; pero la cárcel no puede ser un lugar dantesco, un centro de suciedad, de corrupción y de dolor. Aun admitido que el hombre pueda ser árbitro del hombre (¿Quién al hombre del hombre hizo juez?, clamaba el gran Hugo.); aun suponiendo que tenga derecho la sociedad a castigar , y que deba subsistir la palabra "penitenciaría"; aun admitiendotodo eso, es necesario higienizar y moralizar los presidios, en bien de la sociedad misma. "La prisión -escribió Emile Laurent es, sin duda alguna, de todas las escuelas del vicio la más peligrosa." Viendo una prisión antigua se comprueba la verdad de la afirmación de Laccasagne: "Las sociedades no tienen más criminales que los que merecen."
Las madres de los criminales, por empedernidos que sean, tienen derecho a pedir que se les coloque en condiciones de reformarse y de corregirse, de ser útiles a sus hermanos, de abrir los ojos a la luz. Porque todas esas madres, sin ahebr leído a Ferri, ni a Lombroso, ni a Dª Concepción Arenal, ni a Jiménez de Asúa, tienen el instinto de que la pena no puede ni debe ser castigo, sino defensa de la sociedad; pero una cosa es denderse y otra hacer mal sin fruto. ¡Ay de quien hace llorar demasiado a las madres, aunque sean madres de fieras!
Pasaron los tiempos en que los delincuentes purgaban su locura en galeras y en trabajos forzados o en el potro, para recibir los azotes crueles del rebenque. Los últimos cepos y argollas los mandó retirar de las cárceles la nobilísima Victoria Kent; pero ya no basta que el presidio sea higiénico y educador; es menester algo más y es a saber: que no puede ser uno y el mismo para todos. Para el tuberculoso, que no tiene derecho a contagiar, debe ser la reclusión sanatorio, en plena sierra; para el delincuente ocasio- [15] nal y corregible, que tiene derecho a ser educado y corregido y apartado de los criminales de mala ralea, debe ser reclusión escuela y taller en la ciudad. Finalmente, para los delincuentes incorregibles y malvados, en toda la acepción de la palabra, debe ser granja agrícola en las costas de África, para evitar la huída y fertilizar los terrenos destinados a ser emporios de riqueza, en que bajo cada golpe de hazadón debe ser hallado un vellocino. No para castigarlos, sino para trocarlos en hombres útiles e inofensivos. Sin esta división, las reclusiones no serán sino viejas penitenciarías.
Se teme que la excesiva benevolencia para con los delincuentes traiga como consecuencia, el desquiciamiento social. Pudiéramos contestar a quienes de este modo discurren con las palabra de Vaccaro: "Cuando las clases directoras comprendan mejor la verdadera vida civilizada; cuando el ocio sea vergonzoso para el rico, igual que para el pobre; cuando el gastar grandes sumas en cosas inútiles, que pudieran ser empleadas en sacar a los semejantes del embrutecimiento, sea considerado inmoral y acto de locura, entonces todas las tendencias criminales contrarias a la prosperidad de los grupos humanos serán miradas con menos compasión y habrán muchos menos delincuentes que ahora."
Entre tanto, mientras los sometidos aprenden de Vaccaro que cometer delitos comunes de un modo esporádico no puede emancipar a los sometidos, ni mejorar su suerte, deben aprender los dominadores, que en los delitos, por horrendos que sean, todos tenemos alguna parte de complicidad, por no haber contribuído a modificar y sanear el medio ambiente en que crecen las plantas enfermizas. Y todos debemos saber que si es justo defenderse de los malos hijos, no lo es tanto hacer llorar demasiado a las madres."
ANTONIO ZOZAYA